Augusto Raúl Cortazar
El Día de los Muertos
Por
fin, al cerrarse el ciclo vital frente al misterio de la muerte, se produce una
riquísima gama de manifestaciones colectivas, alguna de las cuales se vinculan
con el aspecto que aquí se considera.
También
la ceremonia fúnebre propiamente dicha, como el novenario que le sigue y el
simbólico “lavado de la ropa del muerto” que se practica a su término, dan
lugar a reuniones no siempre recatas y sobrias. Es cierto que no “se arma
baile”, pero los brindis son abundantes y reiterados, pero en todas las
ocasiones semejantes.
El
entierro del angelito es un
intrincado haz de supervivencias y simbolismos, cuyo nudo dramático es el dolor
por la muerte del hijo pequeño y el gozo cristiano de considerar su alma cándida
convertida en ángel del Señor.
La
convicción en la inmortalidad del alma es absoluta y firme. Sobrevivencia no
lejana y estática, sino activa y actuante en el mundo de los vivos; el alma
“ronda” su casa y los lugares frecuentados durante su tránsito por el mundo y
trajina “borrando el rastro”. Y más aún. El espirito
puede ocasionalmente separarse del cuerpo en vida, ya debido a un susto
provocado por el Diablo, ya por su encuentro con el Duende que prefiere a los
niños. Para que aquel torne a incorporarse al ser abandonado, hay que llamarlo,
arrastrar en la noche una prenda del enfermo nombrándolo con lúgubre cadencia y
por fin hacer en las cuatro esquinas del cuarto, en sendos tiestos, sahumerios
de alhucema, romero y “basurita” de la casa.
Por
lo mismo, el día que la liturgia destina a recordar las almas, el 2 de
noviembre, tiene tan particular celebración. Se les prepara ofrendas de comida
y no escasean diversas prácticas inspiradas en la concepción de la vida sobrenatural del
espíritu. Por cierto que después de haber concedido a las ánimas el “zumito” de
los manjares, los devoran concienzudamente los circundantes e invitados.
Fragmento
del texto de Augusto Raúl Cortazar El
Carnaval en el Folklore Calchaquí, Ediciones Del Robledal, Salta, 2008, p.
111/12.
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