martes, 16 de febrero de 2021

El carnaval calchaquì por el Dr. Autusto R. Cortazar

 

Augusto Raúl Cortazar

El Carnaval en el folklore calchaquí,

(Bs. As. 1949) 2ª ed. Salta, Ed. El robledal, 2008

 

El carnaval calchaquí

(fragmento)

Función y características de las fiestas

Así se suceden, a lo largo del año, las fiestas, las celebraciones, los acontecimientos familiares o aldeanos que ponen su nota animada y simpática en la monótona sucesión de los días. Son el espontáneo correctivo de penosas limitaciones. Tienden a expandir una dimensión psicológica apocada y mezquina; resarcen periódicamente de la desvinculación social impuesta por el aislamiento, por los trabajos que enraizan a los hombres en su terruño, como los cerros a sus cardones. También aquellos son, en su externa apariencia, erizados y hoscos, pero ricos en savia interior. Cuando las circunstancias favorecen, se abren asimismo entre sus espinas flores de emoción comunicativa y radiante alegría. Las fiestas mencionadas son el estimulante clima para esta floración. De allí que constituyan el mejor medio para penetrar hasta esos estratos del alma vallista, normalmente replegada e impasible. Y por eso también cumplen la trascendental función de acercar a las gentes, de iniciarlas en el trato social y pulir sus maneras, de matizar la rutina y descansar el cuerpo y el alma de su diaria fatiga. Gracias a ellas se ponen en contacto con el misterio del arte en el ritmo de la canción y en la tersa donosura de versos pulidos como cantos rodados por la corriente de los siglos. Los modales cerriles se suavizan con los giros elegantes de las danzas nativas. Las amistades de los mozos, forjadas junto al surco o en las recias fatigas de la doma, agregan a su vínculo el sello cordial de la sonrisa y de la chanza. Los furtivos encuentros de pastoras y gañanes en los cerros, se hacen relación más encauzada y estable, pese a su desborde ocasional. Y para muchos, son dulce oportunidad para ver iluminarse el brumoso horizonte con alborada de amor.

Mas no todas las fiestas llevan en sí idéntico impulso. De las dichas, algunas se van adormeciendo como un rescoldo no avivado, y sólo el soplo del recuerdo aventa las cenizas. Se celebran con menor entusiasmo o pierden poco a poco algunos de sus episodios más característicos. En la actualidad resultan lánguidas y frías y las escenas parecen las de un tapiz decolorado por los años.

En otros casos, si se considera la festividad en sí misma, resulta simple accesorio de otra preocupación principal, que absorbe psicológicamente a los circunstantes. Tal ocurre con las que acompañan ciertas etapas del trabajo habitual, como la siembra, la señalada o las corridas. Aquí la preocupación obsesionante es la abundancia de la cosecha, la feracidad de la tierra, el multiplico de la majada, el éxito del rodeo. Al interés patrimonial se unen las complejas propiciaciones mágicas que ponen en las ceremonias su nota severa y trascendente.

Ciertas fiestas son y han sido siempre de carácter local dentro del ámbito del Valle. Cada pueblo o paraje da especial énfasis a una celebración sobre las demás. El día del patrono del pueblo o el del santo de particular devoción de quien puede costear la fiesta, se recuerda y conmemora con alcance puramente vecinal. San Santiago, por ejemplo, se festeja en La Poma y Palermo, pero pasa casi inadvertido en otros puntos. Semana Santa (con su “quemado” y “testamento” de Judas), así como San José, hallan en Cachi amplia acogida; la Asunción de la Virgen, en Rancagua, desde donde parte la animada procesión. La Inmaculada congrega muchos vecinos en Payogasta y la fiesta de Nuestra Señora de la Candelaria, con su lucida escolta ecuestre de alfereces, paseo ritual de estandartes y batir de banderas por las calles de Molinos, es sin duda una de las más lucidas e imponentes*.

Las reuniones que provocan acontecimientos familiares, felices o infaustos, interesan, por eso mismo, sólo a los allegados y parientes. Las mingas movilizan en particular a los vecinos o amigos que intercambian su trabajo y su ayuda. Los misachicos arrastran tras de sus andas floridas, al compás del bombo y de la caja, a un reducido grupo de esclavos del santo y a los consagrados a su particular devoción.

En las ceremonias fúnebres, novenarios y lavatorio ritual de la ropa del finado, intervienen, desde luego, los deudos y amigos muy íntimos. El Día de las Almas, sobre todo para quienes tienen “alma fresca” a quien ofrendar (es decir, fallecido en el curso del año), suscita más general intervención. Pero en principio falta el baile, aunque sobre con frecuencia la bebida, y la propia naturaleza de la celebración constriñe el ánimo. El ambiente se impregna de un típico hálito de supersticiosa reverencia hacia los muertos y sus almas, enfriando enardecidas expansiones. Un lazo sutil e indefinible, presente hasta en la insistencia de los obligos, parece oprimir el corazón como ante una medrosa expectativa.

El Carnaval

Una fiesta hay, libérrima y única. La fiesta por antonomasia. La que parece saciar una apetencia ingénita en el hombre, pues con denominación diversa y características distintivas aparece en todas las épocas y las culturas más dispares.

Vencedora del tiempo, acumula, a través de los siglos, reminiscencias paganas de la antigüedad grecolatina y quintaesencia de tradiciones medievales. En nuestro caso americano, perfecciona su mágica fórmula con zumos indígenas que, desde soterrados estratos, ascienden y alimentan el vigoroso retoño trasplantado de Europa.

Fiesta de la alegría, del exceso, del desborde. Zambra estrepitosa, reinado del vino, del juego y de la danza. Igualadora de todas las clases y jerarquías, con el rasero del canto en común, de la embriaguez general, de las cabalgatas tumultuosas, de la pulla   regocijante, de la mascarada que recata la personalidad para desbridar la licencia.

Tal es, con sus galas típicas y sus expresiones pintorescas, el carnaval calchaquí. Por cierto que no hace sino matizarse con el colorido de sus modalidades lugareñas, pues en esencia es el carnaval de tantos otros puntos del país, de América, de Europa, en una palabra, de todo el mundo occidental.

A diferencia de otras festividades recordadas, no aparece languideciente y decrépita. Por lo contrario, subsiste con toda plenitud y lozanía.

Algunas de sus características de antaño han cedido el paso a otras que, para ciertos gustos, resultan menos expresivas y gratas. Pero esto no es sino un nuevo ejemplo de la vitalidad proteica del folklore, que sin desvirtuar su fisonomía se renueva sin cesar, incorporando a su esencia los aportes nuevos que los tiempos traen.

No es tampoco el carnaval mero accesorio o complemento de otra actividad o preocupación dominante. Por el contrario, el dios Momo no admite compartir su reino. Ningún trabajo ni obligación debe perturbar la algarada libre y gozosa. Es ella medio y fin de sí misma. Su esencia es desentenderse de todo para absorberse en el fin único y excluyente de divertirse y olvidar, entre los vahos de la chicha o el giro del baile, que la realidad y la vida esperan impasibles su desquite.

Para el carnaval no valen localismos. Salvo los matices diferenciales, en todo el Valle (para no mencionar sino el campo acotado de este estudio) se festeja con pareja vehemencia.

A la difusión geográfica agrega otro rasgo vitalizador: la unanimidad. Nadie hace oídos sordos a su retumbante llamado. El son de la caja a todos congrega. Niños y ancianos, mozas y rapaces, hombres y mujeres, padres e hijos, acaudalados y zaparrastrosos intervienen con igual derecho y sin más diferencia que la personal aptitud para el bullicio y la actividad en el zapateo o las pechadas a caballo.

El carnaval es libertad Acaso allí resida su más íntima esencia. La ley consuetudinaria es que toda ocupación se abandone ante su convocatoria irresistible. La holganza no es en tales días dejadez reprochable. Del mismo modo, por estricta inferencia, se llega a la curiosa convicción de que otras vallas sociales pueden ser violadas. La embriaguez deja de ser un traspié, una violación de la conducta que el consenso social considera correcta. Es verdad que una tranca ocasional no levanta resistencia acerba y que la sociedad es en este aspecto desaprensiva y tolerante; pero también lo es que el borracho tiene conciencia de haber contravenido la norma establecida por su grupo. El carnaval da, en cambio, una especie de patente de corso. El ánimo se siente libre de toda ligadura. La insistencia con que día tras día, interminablemente, se brinda con chicha, con aloja, con vino y con cerveza, hasta caer rendido, ya no es por cierto una falta sino más bien un derecho practicado a conciencia. Y hasta una obligación. Nadie se expondría a rechazar un obligo, brindis irrenunciable y de aceptación forzosa.

Y así, de la libertad se llega a la licencia y acaso al desenfreno. Nadie extraña que se baile hasta descoyuntarse, que se cante hasta que la aguardentosa ronquera impida entender los versos de la copla. Abandonan los hombres el trabajo, las mujeres su casa, las sirvientas sus conchavos, los peones sus tareas. Todos parecen cumplir una secreta consigna. Excitan a los potros con carreras y los sofrenan en rayada espectacular; rivalizan en recias pechadas con caballos tan enardecidos como los jinetes; todos soportan el cargoseo de los graciosos, y, estimulados por el general relajamiento, los changos hacen estallar cohetes entre las patas de los animales, provocando revuelos y caídas, en tanto que la tibieza de la noche estival acrecienta la osadía de los jóvenes y predispone el consentimiento de las mozas.

Carnaval calchaquí, que esconde en sus excesos mucho de misterio y algo de grandeza. Cifra de tradición milenaria, compendia urgencias báquicas y prácticas de aquelarre medieval.

No hay que ver en él inconveniencias que lesionan una recatada moral lugareña, sino estallido, muy debilitado por cierto, de presiones psicológicas y sociales que fermentan en el espíritu de la humanidad desde el amanecer del mundo. Un sabio equilibrio contrapesa estas indomeñables fuerzas del alma, como armoniza el giro de los astros y la estructura de los átomos. Acaso sin esos desahogos, cuando la naturaleza, la vida y la muerte oprimen y sofocan, hubiera estallado, con más peligrosas convulsiones, el corazón del hombre.

 

* AUGUSTO RAÚL CORTAZAR. La fiesta patronal de Nuestra Señora de la Candelaria en Molinos (Salta). (En Relaciones de la Sociedad argentina de antropología, t. 4, p. 271-286, 1 mapa y 1 plano. Buenos Aires, 1944.)

 

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