Augusto Raúl Cortazar
El Carnaval en el folklore calchaquí,
(Bs. As. 1949) 2ª ed. Salta, Ed. El robledal, 2008
El carnaval calchaquí
(fragmento)
Función y características de las fiestas
Así
se suceden, a lo largo del año, las fiestas, las celebraciones, los
acontecimientos familiares o aldeanos que ponen su nota animada y simpática en
la monótona sucesión de los días. Son el espontáneo correctivo de penosas
limitaciones. Tienden a expandir una dimensión psicológica apocada y mezquina;
resarcen periódicamente de la desvinculación social impuesta por el
aislamiento, por los trabajos que enraizan a los hombres en su terruño, como
los cerros a sus cardones. También aquellos son, en su externa apariencia,
erizados y hoscos, pero ricos en savia interior. Cuando las circunstancias
favorecen, se abren asimismo entre sus espinas flores de emoción comunicativa y
radiante alegría. Las fiestas mencionadas son el estimulante clima para esta
floración. De allí que constituyan el mejor medio para penetrar hasta esos
estratos del alma vallista, normalmente replegada e impasible. Y por eso
también cumplen la trascendental función de acercar a las gentes, de iniciarlas
en el trato social y pulir sus maneras, de matizar la rutina y descansar el
cuerpo y el alma de su diaria fatiga. Gracias a ellas se ponen en contacto con
el misterio del arte en el ritmo de la canción y en la tersa donosura de versos
pulidos como cantos rodados por la corriente de los siglos. Los modales
cerriles se suavizan con los giros elegantes de las danzas nativas. Las
amistades de los mozos, forjadas junto al surco o en las recias fatigas de la
doma, agregan a su vínculo el sello cordial de la sonrisa y de la chanza. Los
furtivos encuentros de pastoras y gañanes en los cerros, se hacen relación más
encauzada y estable, pese a su desborde ocasional. Y para muchos, son dulce
oportunidad para ver iluminarse el brumoso horizonte con alborada de amor.
Mas
no todas las fiestas llevan en sí idéntico impulso. De las dichas, algunas se
van adormeciendo como un rescoldo no avivado, y sólo el soplo del recuerdo
aventa las cenizas. Se celebran con menor entusiasmo o pierden poco a poco
algunos de sus episodios más característicos. En la actualidad resultan
lánguidas y frías y las escenas parecen las de un tapiz decolorado por los
años.
En
otros casos, si se considera la festividad en sí misma, resulta simple
accesorio de otra preocupación principal, que absorbe psicológicamente a los
circunstantes. Tal ocurre con las que acompañan ciertas etapas del trabajo
habitual, como la siembra, la señalada o las corridas. Aquí la
preocupación obsesionante es la abundancia de la cosecha, la feracidad de la
tierra, el multiplico de la majada, el éxito del rodeo. Al interés
patrimonial se unen las complejas propiciaciones mágicas que ponen en las
ceremonias su nota severa y trascendente.
Ciertas
fiestas son y han sido siempre de carácter local dentro del ámbito del Valle.
Cada pueblo o paraje da especial énfasis a una celebración sobre las demás. El
día del patrono del pueblo o el del santo de particular devoción de quien puede
costear la fiesta, se recuerda y conmemora con alcance puramente vecinal. San
Santiago, por ejemplo, se festeja en La Poma y Palermo, pero pasa casi
inadvertido en otros puntos. Semana Santa (con su “quemado” y “testamento” de
Judas), así como San José, hallan en Cachi amplia acogida; la Asunción de la
Virgen, en Rancagua, desde donde parte la animada procesión. La Inmaculada
congrega muchos vecinos en Payogasta y la fiesta de Nuestra Señora de la
Candelaria, con su lucida escolta ecuestre de alfereces, paseo
ritual de estandartes y batir de banderas por las calles de Molinos, es sin
duda una de las más lucidas e imponentes*.
Las
reuniones que provocan acontecimientos familiares, felices o infaustos,
interesan, por eso mismo, sólo a los allegados y parientes. Las mingas movilizan
en particular a los vecinos o amigos que intercambian su trabajo y su ayuda.
Los misachicos arrastran tras de sus andas floridas, al compás
del bombo y de la caja, a un reducido grupo de esclavos del
santo y a los consagrados a su particular devoción.
En
las ceremonias fúnebres, novenarios y lavatorio ritual de la ropa del finado,
intervienen, desde luego, los deudos y amigos muy íntimos. El Día de las Almas,
sobre todo para quienes tienen “alma fresca” a quien ofrendar (es decir,
fallecido en el curso del año), suscita más general intervención. Pero en
principio falta el baile, aunque sobre con frecuencia la bebida, y la propia
naturaleza de la celebración constriñe el ánimo. El ambiente se impregna de un
típico hálito de supersticiosa reverencia hacia los muertos y sus almas,
enfriando enardecidas expansiones. Un lazo sutil e indefinible, presente hasta
en la insistencia de los obligos, parece oprimir el corazón
como ante una medrosa expectativa.
El Carnaval
Una
fiesta hay, libérrima y única. La fiesta por antonomasia. La que parece saciar
una apetencia ingénita en el hombre, pues con denominación diversa y
características distintivas aparece en todas las épocas y las culturas más
dispares.
Vencedora
del tiempo, acumula, a través de los siglos, reminiscencias paganas de la
antigüedad grecolatina y quintaesencia de tradiciones medievales. En nuestro
caso americano, perfecciona su mágica fórmula con zumos indígenas que, desde
soterrados estratos, ascienden y alimentan el vigoroso retoño trasplantado de
Europa.
Fiesta
de la alegría, del exceso, del desborde. Zambra estrepitosa, reinado del vino,
del juego y de la danza. Igualadora de todas las clases y jerarquías, con el
rasero del canto en común, de la embriaguez general, de las cabalgatas
tumultuosas, de la pulla regocijante, de la mascarada que recata la
personalidad para desbridar la licencia.
Tal
es, con sus galas típicas y sus expresiones pintorescas, el carnaval
calchaquí. Por cierto que no hace sino matizarse con el colorido de
sus modalidades lugareñas, pues en esencia es el carnaval de tantos otros
puntos del país, de América, de Europa, en una palabra, de todo el mundo occidental.
A
diferencia de otras festividades recordadas, no aparece languideciente y
decrépita. Por lo contrario, subsiste con toda plenitud y lozanía.
Algunas
de sus características de antaño han cedido el paso a otras que, para ciertos
gustos, resultan menos expresivas y gratas. Pero esto no es sino un nuevo
ejemplo de la vitalidad proteica del folklore, que sin desvirtuar su fisonomía
se renueva sin cesar, incorporando a su esencia los aportes nuevos que los
tiempos traen.
No
es tampoco el carnaval mero accesorio o complemento de otra actividad o
preocupación dominante. Por el contrario, el dios Momo no admite compartir su
reino. Ningún trabajo ni obligación debe perturbar la algarada libre y gozosa.
Es ella medio y fin de sí misma. Su esencia es desentenderse de todo para
absorberse en el fin único y excluyente de divertirse y olvidar, entre los
vahos de la chicha o el giro del baile, que la realidad y la
vida esperan impasibles su desquite.
Para
el carnaval no valen localismos. Salvo los matices diferenciales, en todo el
Valle (para no mencionar sino el campo acotado de este estudio) se festeja con
pareja vehemencia.
A
la difusión geográfica agrega otro rasgo vitalizador: la unanimidad. Nadie hace
oídos sordos a su retumbante llamado. El son de la caja a
todos congrega. Niños y ancianos, mozas y rapaces, hombres y mujeres, padres e
hijos, acaudalados y zaparrastrosos intervienen con igual derecho y sin más
diferencia que la personal aptitud para el bullicio y la actividad en el
zapateo o las pechadas a caballo.
El
carnaval es libertad Acaso allí resida su más íntima esencia. La ley
consuetudinaria es que toda ocupación se abandone ante su convocatoria
irresistible. La holganza no es en tales días dejadez reprochable. Del mismo
modo, por estricta inferencia, se llega a la curiosa convicción de que otras
vallas sociales pueden ser violadas. La embriaguez deja de ser un traspié, una
violación de la conducta que el consenso social considera correcta. Es verdad
que una tranca ocasional no levanta resistencia acerba y que
la sociedad es en este aspecto desaprensiva y tolerante; pero también lo es que
el borracho tiene conciencia de haber contravenido la norma establecida por su
grupo. El carnaval da, en cambio, una especie de patente de corso. El ánimo se
siente libre de toda ligadura. La insistencia con que día tras día,
interminablemente, se brinda con chicha, con aloja, con
vino y con cerveza, hasta caer rendido, ya no es por cierto una falta sino más
bien un derecho practicado a conciencia. Y hasta una obligación. Nadie se
expondría a rechazar un obligo, brindis irrenunciable y de
aceptación forzosa.
Y
así, de la libertad se llega a la licencia y acaso al desenfreno. Nadie extraña
que se baile hasta descoyuntarse, que se cante hasta que la aguardentosa
ronquera impida entender los versos de la copla. Abandonan los hombres el
trabajo, las mujeres su casa, las sirvientas sus conchavos, los peones sus
tareas. Todos parecen cumplir una secreta consigna. Excitan a los potros con
carreras y los sofrenan en rayada espectacular; rivalizan en
recias pechadas con caballos tan enardecidos como los jinetes;
todos soportan el cargoseo de los graciosos, y, estimulados por el general
relajamiento, los changos hacen estallar cohetes entre las
patas de los animales, provocando revuelos y caídas, en tanto que la tibieza de
la noche estival acrecienta la osadía de los jóvenes y predispone el consentimiento
de las mozas.
Carnaval
calchaquí, que esconde en sus excesos mucho de misterio y algo de grandeza.
Cifra de tradición milenaria, compendia urgencias báquicas y prácticas de
aquelarre medieval.
No
hay que ver en él inconveniencias que lesionan una recatada moral lugareña,
sino estallido, muy debilitado por cierto, de presiones psicológicas y sociales
que fermentan en el espíritu de la humanidad desde el amanecer del mundo. Un
sabio equilibrio contrapesa estas indomeñables fuerzas del alma, como armoniza
el giro de los astros y la estructura de los átomos. Acaso sin esos desahogos,
cuando la naturaleza, la vida y la muerte oprimen y sofocan, hubiera estallado,
con más peligrosas convulsiones, el corazón del hombre.
* AUGUSTO
RAÚL CORTAZAR. La fiesta patronal de Nuestra Señora de la Candelaria en Molinos
(Salta). (En Relaciones de la Sociedad argentina de antropología,
t. 4, p. 271-286, 1 mapa y 1 plano. Buenos Aires, 1944.)
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