Laura
Isabel Cortazar
Universidad Nacional de Salt
Semblanza
AUGUSTO RAÚL CORTAZAR
Estas líneas tenían como fin ser una biografía de Augusto Raúl
Cortazar, pero me será difícil encontrar la objetividad y el rigor necesarios;
se convertirán pues en un simple testimonio, en la evocación de un padre
excepcional que permanece invisiblemente presente. Presencia que va recorriendo
con nosotros los senderos de la vida, y se hace palpable en las simples
circunstancias cotidianas tanto como en la orientación profunda, el ejemplo de
conducta o el carisma de maestro.
Nació en la ciudad de Salta el 17 de junio de 1910, en la vieja
Casa de Arias Rengel –actualmente Museo Provincial de Bellas Artes–, morada de
su abuela Carmen Arias Tejada. Hijo de Octavio Augusto Cortazar y de Irene
Lozano, heredó de su padre la tenacidad vasca y de su madre, nacida en el Valle
Calchaquí, el amor por esa tierra, a pesar de que desde muy pequeño abandonó su
provincia natal para crecer y formarse en Buenos Aires.
Las viejas fincas de su abuelo Moisés Lozano, entre la Poma y
San Antonio de los Cobres –El Trigal, El Bordo, Esquina Azul–, pobladas de
bellezas y misterios, catástrofes naturales, legendarias minas de plata, tíos
bohemios y juglares y decenas de trabajadores que se reunían cada crepúsculo en
el amplio patio, para recibir uno a uno la bendición del patriarca, llenaron su
niñez y su juventud de sueños, relatos y vivencias imborrables.
Pero su infancia ciudadana fue dura: pobreza, responsabilidades
y una vida familiar bastante desdichada. Sin embargo, fue un chico alegre,
capaz de idear simpáticas travesuras y de defender con ingenio la única pelota
que tuvo en su vida.
Cursó sus estudios secundarios en el Colegio Nacional de Buenos
Aires, donde pronto mostró su talento para las humanidades y aprendió a amar a
los poetas griegos, los filósofos y los artistas. A los dieciséis años ganaba
ya su sustento con un cargo de celador, y poco después fue bibliotecario en el
mismo Colegio. En ese momento, entre miles de libros, su sed de conocimiento
comenzó a encauzarse y plasmarse. Se convirtió más que en un técnico de
biblioteca, en el consejero intelectual de todos sus compañeros. A él recurrían
en busca de orientación, de información, de bibliografía. Y siempre recibían
–contaba Horacio Difrieri– el dato preciso y la sonrisa afable.
Ya en la Facultad de Filosofía y Letras formó parte de un grupo
de profesores y condiscípulos de relevancia decisiva en la cultura humanística
del país: Amado Alonso, Pedro Henríquez Ureña, Ángel Batistessa, María Rosa y
Raimundo Lida, Francisco y José Luis Romero, Enrique Anderson Imbert, Carlos
Herrán, Ángeles, Celina y Pepita Sabor. Con ellos compartió estudio, proyectos,
trabajo en el Instituto de Filología, charlas, intercambios, y la experiencia
de ser un forjador de cultura.
Allí eligió a Celina Sabor como compañera para siempre. Mujer de
talento y calidad humana extraordinarios, compartió con él la vida cotidiana y
la labor profesional. Todos los borradores y los planes eran puestos a su consideración,
y ella, con madura capacidad crítica, comentaba, corregía, sugería,
participaba. Ambos formaron un hogar en el cual Clara y yo tuvimos la dicha de
nacer y crecer rodeadas de ternura, alegría y rectitud.
Estudiaba simultáneamente Letras, Derecho y Bibliotecología. A
pesar de cursar tres carreras y desempeñar dos empleos, su titánica capacidad
de trabajo le permitió mantener la excelencia en todo. Tengo entre mis libros
más preciados la Gramática Castellana de Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña
con una dedicatoria que dice: “A Augusto Raúl Cortazar, el hombre del mejor
examen”.
Nunca ejerció su profesión de abogado, pero la formación
jurídica dio a su mente ya preclara una sistematicidad asombrosa.
Las bibliotecas, su organización y administración fueron en
cambio objeto de sus amores, e igualmente la preparación de bibliotecarios. Y
dentro de esta actividad, la circunstancia más decisiva en la formación
intelectual y vocacional de Cortazar fue su trabajo en la Biblioteca del Museo
Etnográfico de la Facultad –que más tarde dirigió. Allí, bajo la sabia
orientación del maestro Francisco de Aparicio, fue adentrándose con pasión
creciente en la ciencia antropológica, el folklore, la etnografía, descubriendo
detrás de esos libros un mundo que hablaba directamente a su sensibilidad
humana, a sus inquietudes más profundas. Y en ese ambiente saltó la chispa de
su futura labor como folklorólogo, destello que se hizo fuego prontamente.
Empezaron sus viajes de investigación de campo al Valle
Calchaquí, cantera de donde extrajo primeramente la materia de sus
elaboraciones documentales y teóricas. Luego se orientó también a Jujuy,
Catamarca, San Juan, el Litoral, Neuquén.
Lo recuerdo, a lo largo de nuestra infancia, preparando sus
viajes “folklóricos” con minucia de orfebre. Adquirido el soporte científico,
tanto como el conocimiento de los aspectos físicos y culturales de la región
que iba a abordar, había que pensar en el viaje mismo. Partía de Salta, de
Tilcara, de Santa María de Catamarca, donde quedábamos nosotras tres,
expectantes. Sabía lo que era indispensable, para aliviar el equipaje de cosas
superfluas. Una buena cabalgadura, baquiana y aquerenciada, su excelente apero
que trasladaba desde Buenos Aires para no correr riesgos, el poncho carpa para
afrontar las lluvias, el sombrero alón que lo protegería de soles inclementes o
de neviscas, y la alforja. Sólo la alforja, donde debían caber la ropa, algunas
provisiones, libretas y cuadernos de notas, remedios, y sobre todo, simples
pero eficaces regalos para romper el hermetismo del primer contacto: coca,
alcohol, golosinas, cigarros, aspirinas, balas para cazar guanacos. Y la larga
travesía comenzaba llena de entusiasmo y esperanzas. Lo aguardaban caminos
peligrosos, la soledad sobrecogedora de las altas cumbres, los paisajes
deslumbrantes y sobre todo el encuentro con seres que a pesar de su aislamiento
y rudeza mantenían vivos los valores tan preciosos de la hospitalidad, el trato
hidalgo, el conocimiento profundo de su entorno y de su tradición cultural.
Y allí, en pausada charla o fina observación, se impregnaba de
todos los detalles y significaciones, matices y dificultades de esa vida, y las
libretas se llenaban de datos y comentarios.
Perdurables amistades surgieron entre él y muchos de esos
hombres y mujeres que le brindaron su casa y le abrieron su corazón. Algunos
nombres están todavía vivos en mi memoria: Don Francisco Aguaisol, Don Justino
Mamaní, Doña Sabina Flores. Seres para nosotras un poco legendarios pero
familiares, de quienes cada tanto llegaba una carta con algún pedido que él
cumplía puntualmente.
Y después de unos cuantos días de aventura, aprendizaje y
fatiga, el gozoso regreso con la piel curtida, las manos resquebrajadas, el
rostro demacrado pero radiante, con las alforjas vacías de provisiones pero
repletas de cuentos, coplas, historias, recetas, reflexiones, regionalismos
léxicos, descripciones. Material profuso y único que pronto se organizaba en
prolijas fichas que llenaron cientos de gavetas con información.
Fuente:
http://cortazar.unsa.edu.ar/index.php/semblanza-de-cortazar/2-uncategorised/2-breve-resena-biografica-de-augusto-raul-cortazar